domingo, 31 de mayo de 2015

Antiguo




 
Montse

Entramos por la Puerta Lorencina. La silla de posta caminaba lentamente, y el cascabeleo de las mulas hallaba un eco burlón, casi sacrílego, en las calles desiertas donde crecía la yerba. Tres viejas, que parecían tres sombras, esperaban acurrucadas á la puerta de una iglesia todavía cerrada, pero otras campanas distantes ya tocaban á la misa de alba. La silla de posta seguía una calle de huertos, de caserones y de conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo paso de las mulas me dejó vislumbrar una Madona: Sostenía al Niño en el regazo, y el Niño, riente y desnudo, tendía los brazos para alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta se detuvo. Estábamos á las puertas del Colegio Clementino.
Sonatas: Memorias del Marqués de Bradomín. Ramón María del Valle Inclán
(Espasa, 2007)

A veces, cuando pensamos en lo antiguo, nos centramos en las cosas viejas, deterioradas por el tiempo, o en ideas caducas y que no son de nuestro tiempo, en personas desfasadas, que cuyos modales o valores parecen de otros tiempos. Y lo antiguo -incluso cuando es sinónimo de viejo o de deterioro- tiene su propia belleza.

Es cierto que yo no soy de almacenar recuerdos y guardar objetos del pasado; mi tendencia es tirar lo que ya no sirve, lo que ya no concuerda con mi momento actual, lo que no me dice nada. Guardo pocas cosas "antiguas" en mi casa... Alguna foto, algún libro, poco más...

Sin embargo -y me resulta curioso- me encanta ver el deterioro del tiempo en los objetos que puedo fotografiar en la calle. Puertas, ventanas, carteles, casas... que cuentan historias, que reflejan el paso del tiempo, que -incluso- su deterioro puede llevarnos a apartar la vista. Y para mi esas texturas, esos colores, tienen una gran belleza. 





En mi galería de Flickr tengo muchas fotos de cosas antiguas que son, al mismo tiempo viejas, e incluso algunas están literalmente rotas. Y esas son las fotos que más suelen gustarme, son los detalles que busco cuando salgo a fotografiar. Porque lo antiguo tiene siempre vida, cuenta historias.

Me resultó difícil seleccionar una canción, porque no quería ninguna que se relacionase con lo "viejo" o con ser "mayor", y -al parecer- las antigüedades no son cantables. Y escuchando otra canción de Caetano Veloso recordé esta versión de Fina estampa, de la artista peruana Chabuca Granda, y que todos recordamos en la versión de María Dolores Pradera. A mi me gusta especialmente esta porque Caetano le da ese toque de caballero antiguo del que habla la canción
 
 

sábado, 16 de mayo de 2015

Grande



 
Montse

Me desperté cuando me llamó mi tío, con la noche aún encima. Me senté en el comedero y miré hacia la puerta, con los ojos entornados por el sueño y por una luz inesperada. Salté al suelo y salí al corral: ante mí aparecía una luna enorme, blanca, envolviendo de una claridad lechosa la noche y el paisaje. Donde daba la luna, todo era blanco y refulgente, todo lo demás quedaba envuelto en una espesa oscuridad. Y yo, que sólo tenía doce años, como ya queda dicho, adiviné que jamás volvería a ver una luna así. Por eso hoy me conmueve poco la luz de la luna: llevo una dentro de mí insuperable.
José Saramago, Las maletas del viajero
( Ediciones B, 1999)

Mi afición a la fotografía es bien reciente, apenas hace 2 años mi marido me regaló una cámara digital compacta con la que empecé a hacer fotografías y a ver el mundo de otra forma.

De repente, las cosas a mi alrededor adquirieron una nueva dimensión y empecé a fijarme en si son objetos hermosos o no, si algún detalle es destacable, si la luz del momento los favorece o los perjudica. Pareciera que de pronto el mundo se convirtió en un campo nuevo de observación, análisis y experiencia.

Una observación, análisis y experiencia que -casi sin darme cuenta- pasó del mundo exterior a mi mundo interior. La fotografía ha sido en este tiempo -sigue siendo ahora- una forma de explorar(me) y de conocer(me). Dado que las fotografías, el uso del color, los encuadres, las perspectivas, transmiten emociones y mensajes, el fotografiar me ha llevado a hacerme consciente no sólo del efecto estético o visual que espero lograr con la imagen, sino qué quiero transmitir con ella, cuál es mi momento anímico, qué emoción estoy transfiriendo a la foto.

Por lo general, me gustan más las fotos con mucho colorido que las monocromas o con cierto aire envejecido (desvaído); sin embargo, en determinadas ocasiones, reducir la intensidad del color me permite recalcar una sensación más tranquila, más nostálgica, más íntima. Así como los colores brillantes transmiten alegría (y, por suerte, vivo en un lugar donde generalmente la luz permite destacar los colores brillantes que me rodean), los monocromos o los colores atenuados dan un toque más intimista a las imágenes, transmiten otras emociones...

Todo esto lo he ido descubriendo en un proceso de aprendizaje de la fotografía -técnicas, formas de edición, etc.- y también con el proceso básico de manejar la cámara para poder tomar la foto que veo en mi mente, no la que ésta "decide" sacar en automático. Y esta necesidad de ser yo quien maneje la cámara, de no utilizar el modo automático, de decidir conscientemente qué voy a fotografiar, es un reflejo de mi camino interior, que pasa ahora por centrarme en cuáles son mis reacciones automáticas, hacerme consciente de ellas y tomar yo la decisión de cómo actuar en cada momento.

Y no hacer las fotos en automático -no reaccionar automáticamente a lo que viene- es mucho más complicado que dejarse llevar. Y a veces las fotos -nuestros logros- no son las que habíamos planeado, incluso podemos considerarlo como algo equivocado (el caso de esta foto, cuya falta de nitidez en la luna me molesta), pero los errores son los que nos permiten mejorar, aprender, hacerlo mejor la siguiente vez.

Ahora tengo una cámara mejor (también regalo de mi marido) que la primera compacta y con la que puedo realizar mejores fotografías, no sólo porque es de mejor calidad, sino porque yo ahora sé manejar mejor la cámara. Y sigo considerándolo un símbolo de mi trabajo interior; ahora sé manejar mejor mis reacciones, soy más consciente de qué hago y por qué lo hago. No siempre, claro; al igual que a veces dejo la cámara en modo automático, yo sigo actuando automáticamente, sin darme cuenta... hasta después de haberlo hecho. Pero de los errores se aprende ¿no?

Por ello he elegido esta canción, habla de errores y de darse cuenta. Y son los Rolling...



The Rolling Stones, A bigger band (Virgin Records, Polydor Records, 2005). Premio Grammy por Mejor Álbum Rock, Premio Echo al Mejor Grupo de Rock/Pop Internacional

sábado, 9 de mayo de 2015

Flores


Montse

El caso es que aquella tarde fue la más hermosa de la primavera; las hojas, de un verde nuevo, eran grandes ya y cumplían sus funciones con el vigor de órganos juveniles; la savia recogía del suelo húmedo sustancias embriagadoras; todo el campo estaba lleno de flores silvestres y unas nubecillas se iban aproximando con lentitud al Poniente, preparándose para organizar una fiesta de colores al marcharse el sol. Quiso la suerte que una leve brisa acudiese a meter sus dedos suaves entre la cabellera de la fronda, tupida y olorosa como la de una novia, y bajo aquella caricia la fraga ronroneó un poquito, igual que un gato al que rascasen la cabeza, y luego se puso a cantar.
El bosque animado, Wenceslao Fernández Flores
(Espasa Calpe, 1986) 

Mi flor preferida es la amapola, seguida del girasol. Ambas son flores de verano, de campo, silvestres. Y las asocio a mi infancia, que pasaba en el pueblo donde mis abuelos maternos vivían, en Pelayos de la Presa, a unos 60 km. de Madrid. 

Es curioso lo que nos ocurre con la edad. Cuando era pequeña, ya entrando en la adolescencia, y tocaba ir a Pelayos me parecía un horror, y deseaba quedarme en Tenerife (a partir de los 14 o 15 años dejé de ir); no porque aquí tuviera más opciones de ocio o de relaciones (en mi adolescencia era una persona realmente solitaria, que apenas me relacionaba con los demás y que buscaba con toda mi energía que nadie quisiera relacionarse conmigo... especialmente mi familia...), sino porque ir a Pelayos implicaba convivencia con la familia en un entorno que no era el mío (siempre he sido tremendamente territorial).

Ahora, cuando recuerdo los veranos pasados en el chalet de Pelayos, siempre lo hago con cariño; los juegos con mis hermanos, las charlas en el porche hasta las tantas, la siesta oyendo a las chicharras (imposible salir en agosto al mediodía), los baños en el pantano de San Juan, las arañas y las hormigas (vale, eso no me gustaba demasiado), la ducha y el barreño en donde nos remojábamos, cuando no bajábamos a la piscina o no íbamos al pantano, el almuerzo de mi abuelo, tan abundante y que siempre nos dejaba probar (incluso el vino; me encantaba beber de la bota... hoy en día no sé si se consideraría negligencia jajaja), la petanca por las tardes (mirar, jugaban los mayores), y tantas y tantas cosas...




Y entre todos estos recuerdos están muy presente los árboles y las flores. La higuera, especialmente (siempre que paso cerca de una higuera y la huelo, me vuelve la nostalgia) y las amapolas que crecían en los campos de alrededor; cuando íbamos a las rocas (una zona con unas tremendas rocas de granito... o de lo que fuesen) el campo estaba lleno de amapolas, o al menos así lo recuerdo yo.

Que la edad es traicionera; nos vuelve nostálgicos y reviste nuestros recuerdos de un color y un olor especial. Y, a veces, hasta se los inventa...

Hay muchas canciones sobre flores, tanto en inglés como en español; pero esta canción de Juan Luis Guerra (desde que escuché por primera ves su Ojalá que llueva café en el campo me quedé prendada de sus canciones) me parece la opción idónea para hoy.


 
 De su disco Ni es lo mismo, ni es igual (Karen Records, 1998)